miércoles, 12 de octubre de 2011

La efigie




Por más que quería moverse no conseguía avanzar un milímetro sobre la arena. Intentó bajar la mirada para ver si algo la sujetaba, si había algún obstáculo que le impidiera hacer un acto tan sencillo y tan cotidiano como levantar un píe y adelantar al otro, posar el talón, luego la planta, y realizar el mismo gesto con el píe alterno hasta componer lo que siempre hemos entendido como avanzar, un paso tras otro para caminar sobre el terreno. Pero sus ojos también estaban inmóviles, al igual que su cuello, sus brazos, su tronco, su cintura. Sólo podía mirar hacia adelante, allí donde el mar y el cielo componen el horizonte.

Al ser una situación tan repentina, tan imprevista, comenzó a buscar una palabra que definiera qué estaba pasando. “Puede que algo me haya dejado petrificada, pero no tengo certeza del significado de la palabra pétrea, por tanto debo desecharlo. También puedo decir que estoy inmovilizada, pero entonces tendría que estar segura  de que hay algo que me impida el movimiento, y como no puedo mirarlo, no lo sé. Quizás la palabra correcta sea paralizada, pero al igual que en el caso anterior tendría que tener la certeza de haber parado, y para ser honesta, no recuerdo que anteriormente haya tenido movimiento alguno”.

De hecho no recordaba nada. Su memoria, su mente, en contraste con el resto de su cuerpo, estaba activa, pero absolutamente en blanco. Ni rastro de la infancia, ni de los amigos, ni de sus preferencias gastronómicas, ni de las vacaciones. Nada sobre su padre, o su madre, o sensaciones tan primarias como el frío y el calor.

Puesto que no podía hacer otra cosa se quedó así, quieta, dejando que pasara el tiempo, mirando. Poco a poco los globos oculares comenzaron a adquirir movimiento a un lado y a otro, hacia arriba y hacia abajo.  Ahora podía ver como la gente paseaba a su alrededor, los niños corriendo sobre la arena, chicos jugando a la pelota, ancianos que se bañaban a la caída de la tarde, el paso de las nubes, las parejas que se hacían mimos y arrumacos entre las olas. Comenzó a diferenciar el día y la noche y a medida que se formaban los recuerdos fueron creciendo las sensaciones, y a medida que crecían las sensaciones comenzó a tener sensibilidad en todas y cada una de las partes de su cuerpo.

Hasta que un día en el que las secuencias de su entorno estaban ya alojadas en una parte de su memoria algo comenzó a activarse en su interior. Fue una sensación extraña sentir esos primeros golpes en el pecho, irregulares, huecos, hasta que fueron adquiriendo frecuencia y ritmo. Ella no sabía que eran latidos

Primero fueron los dedos de las manos y los dedos de los pies. Le siguieron los brazos, la cintura, las piernas… hasta que finalmente se movió, despacio, como un niño que da sus primeros pasos. Sin saber muy bien porqué  se dirigió hacia el frente y sintió un escalofrío, fue cuando aprendió la sensación de caminar por la orilla del mar con el agua fresca acariciando sus tobillos.

Carmen Otero

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